Casi a punto de empezar aquella primavera, los preparativos para la inminente mudanza se aceleraron mucho más. Quizás mis padres estaban cansados de vivir en un piso que no estaba en sus mejores condiciones, y pensar que nos íbamos a vivir a uno nuevo, con muebles nuevos, con muchísimo espacio, les hizo ponerse las pilas y acelerar el proceso. Por eso empezamos poco a poco a ir metiendo cosas en cajas y trasladando al piso nuevo. Al mismo tiempo, cosas que ya no servían, que eran trastos viejos, se aprovechaba para tirar a la basura.
Yo seguía con mis estudios en el colegio, cada vez conseguía mejores notas, gracias también a Doña Leonor, mi profesora. Y además contaba con Amadeo, un gran amigo con el que compartía muchos ratos. Pero a pesar de este panorama tan brillante, yo entre en una profunda depresión en las semanas previas al traslado. Sentía una gran pena por marcharme de esa casa, por dejar tantos recuerdos y tantos amigos. Durante esos días en alguna que otra ocasión me entraban unas ganas de llorar que casi no podía reprimir, y mi padre alguna que otra vez se dio cuenta y a veces me reñía porque no entendía que me estaba pasando, lo pase realmente mal. El mismo día de la limpieza tuve una pequeña discusión con mi padre debido a que les dio a unos crios que estaban en la calle un avión de aeromodelismo, un “Spitfire” de gomas que habíamos hecho él y yo un año antes, y que después de varios aterrizajes, tenía el tren roto. Recuerdo el disgusto que cogi y como mi padre me decía: “¡¡¡pero si estaba roto, ya haremos otro!!!”. A principios de abril, un fin de semana, fue cuando definitivamente nos mudamos allí. Como la última vez, vinieron algunos amigos de mis padres a echarnos una mano con el traslado, aunque debo de reconocer que fue menos espectacular debido a que ya desde que mis padres tenían las llaves de la nueva casa, se fueron llevando cosas para allí, y además, como la mayoría de los muebles eran nuevos, los viejos se quedaron en el piso antiguo.
La casa nueva era en comparación con la que vivíamos hasta entonces un verdadero palacio. La casa, en la que todavía vivimos, tiene una superficie de 152 m2, enorme incluso para hoy en día. Recuerdo la sensación que tuve de amplitud, de espacio, y sobre todo, el olor a nuevo, la madera de los muebles, la pintura de las paredes, los electrodomésticos de la cocina nuevos, etc.,etc. El caso es que la casa tiene 4 habitaciones, 3 grandísimos (una media de 15 m2 cada una) y una “pequeña” en comparación al resto. En una de ellas nos asignaron a mi hermano Fernando y a mí. Nos pusieron las camas formando ángulo con la pared, con una especie de baúl inmenso que hacia también las veces de mesita de noche. El armario, empotrado en todas las habitaciones, y una mesa y sillas para estudiar. En la habitación contigua, pusieron el dormitorio mis padres. Su antiguo dormitorio, de estilo castellano, se lo llevaron unos meses antes y lo restauraron para ponerlo en la nueva casa. Los muebles eran muy bonitos y quedaron muy bien. En la siguiente habitación de las grandes y contigua al otro lado de la de mis padres, pusieron la habitación de las chicas, mis hermanas Elisa y Verónica, en una disposición parecida a la nuestra, aunque esa habitación era un poco más pequeña que la nuestra. En cambio poseía dos armarios empotrados. En la habitación restante, la “pequeña”, contigua a la nuestra por el otro lado, pusieron una especie de salita de estar, donde pusieron la tele, un mueble aparador pequeño y un sofá. Otra novedad para nosotros era contar con dos cuartos de baño y uno de ellos con una bañera “enorme”. El salón principal estaba al otro lado de las habitaciones y cuenta también con un tamaño nada desdeñable. Ese salón, amueblado con muebles nuevos al gusto de mis padres, permaneció cerrado durante los primeros años de vivir allí, reservándolo solo para grandes ocasiones (navidad, algún santo o cumpleaños, etc. ), mientras que la vida normal la hacíamos en la salita pequeñita. Por último me queda describir la cocina, rectangular y alargada, con espacio para una mesa y que al principio comíamos en la cocina, eso si, algo estrechos. La calle estaba ya abierta, pero al final, estaba cortada por las obras de la siguiente fase de la urbanización, y justo delante de la fachada norte (mi casa a dos calles….es enorme) estaban todavía las ruinas del antiguo estadio de futbol, con sus gradas, su palco para la radio y la entrada a los vestuarios. Entre aquellas ruinas lo que quedaba del césped, un enorme espacio donde más adelante harían la plaza de la Viña.
Recuerdo no se muy bien si fue aquella primera noche o quizás a la semana siguiente, sábado, cuando al anochecer nos duchamos por turnos, nos pusimos pijamas limpios, y cenamos en plan de “picoteo” todos en aquella salita de estar. Me acuerdo del programa que hacían esa noche, “Sábado Cine” presentado por Manuel Marti Ferran, en el que emitían una película y luego hacían un comentario y un mini-debate, parecido al programa “La Clave” pero algo menos trascendental. Esa noche la película que pusieron era “La gran evasión” de Steve McQueen.
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